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Graciela Speranza

Gabriel Orozco, en tránsito



Grabriel Orozco nació en Jalapa (Veracruz, México) en 1962, pero ya a principios de los 90 se convirtió en un artista central del neoconceptualismo latinoamericano y, desde su célebre La DS de 1993, en referencia obligada de la escultura posduchampiana en el mundo entero. En un taller parisino seccionó un Citroën francés original años 60, lo redujo con precisión quirúrgica a dos tercios de su tamaño real y lo transformó en ícono irrisorio del culto burgués europeo al automóvil. Bella como un ready-made a gran escala o un pájaro acerado de Brancusi, La DS se ofrecía desde el título (diosa, según la pronunciación francesa de la sigla) como una deidad pagana del movimiento, pero liquidaba cualquier gesto celebratorio o pretensión escultórica sublime con la reconfiguración absurda de sus líneas futuristas. Impropia en su interior claustrofóbico para cualquier fantasía de confort familiar o intimidad romántica, exacerbada en su promesa aerodinámica de velocidad pero vuelta inerte, la deésse se convirtió en monumento contemporáneo a una de las pesadillas más recurrentes de la vida urbana: el movimiento estático.


Ese mismo año, Orozco había ocupado el espacio asignado en el Aperto de la Bienal de Venecia con una caja de zapatos vacía (Empty Shoe Box) y había instalado sus esculturas lábiles de objetos cotidianos en espacios impensados del MoMA ─arreglos geométricos de naranjas frescas en las ventanas de un edificio lindante (Home Run), una hamaca paraguaya que no consiguió colgar de dos rascacielos pero coló en el jardín entre esculturas de Giacometti y Picasso (Hammock Hanging between Two Skyscrapers)─, y en 1994, para su debut en la galería neoyorquina Marian Goodman, colgó cuatro tapas de yogur Danone, una en cada una de las paredes del cubo blanco. Como la caja vacía de zapatos, Yogur Caps no se contentó con reducir al absurdo el ready-made, sino que en la línea de los 4’ 33’’ de silencio de John Cage reduplicó el vacío de las salas con simples contenedores descartables, sin descuidar la disposición precisa de los objetos en el espacio y la elegancia sutil de las formas industrializadas.


Pero el arte de Orozco no se limitó a esas audacias, claros dobles institucionales de lo que hizo a cielo abierto en todas partes. Los círculos, cada vez más abundantes en su obra, buscaron metáforas más ambiciosas del movimiento urbano en diálogo con el cosmos. Mucho antes de redefinir los espacios de la galería, el museo o las bienales, Orozco derribó las paredes del estudio y llevó el arte literalmente a la calle. Viajero vocacional, recolector voraz, coleccionista, fotógrafo, escultor, instalador, artesano, pero por sobre todo paseante urbano incansable, trastocó las fronteras geográficas y las definiciones de los medios, alterando el paisaje conocido con intervenciones muy variadas. Con pequeños gestos o lazos en los intersticios que dejan las personas y las cosas, activó espacios, conexiones y nuevos sentidos, extrañando la percepción anestesiada por la costumbre. Basta ver la figura evanescente que compuso con naranjas en las mesas vacías de una feria brasilera (Turista maluco, 1991), las huellas circulares que dibujó con una bicicleta entre dos charcos (Extensión del reflejo, 1992), los desechos urbanos con los que replicó en miniatura el skyline de Manhattan (Isla dentro de una isla, 1993) o la serie de encuentros con otras motos Schwalbes, iguales pero no idénticas a la suya, que registró en sus recorridos por Berlín (Hasta encontrar otra Schwalbe amarilla, 1995), imágenes sin ningún subrayado exótico o geográfico preciso que distinga las grandes capitales del mundo de Mali, Timbuktu, Ecuador o Costa Rica. Orozco reemplazó la localización fija del taller del artista por el vaivén entre las casas estudio de Nueva York, París, la ciudad de México y la costa de Oaxaca, para emprender desde allí una serie de prácticas in situ, con resonancias claras de su cultura o del posapocalipsis urbano que empezó a registrar en la capital mexicana tras el terremoto del 1985 ─una escena elocuente de comienzos─, pero sin ningún apego folclórico al legado de la tradición propia. Su obra se acerca a la cultura de México tan pronto como se aparta con genuina vocación cosmopolita (el damero de ajedrez dibujado sobre una calavera comprada en el Soho, Papalotes negros (1997), es un buen ejemplo de ese doble movimiento), en busca de objetos que condensen la tensión entre lo local y lo universal, la intervención y el registro, el modelo tecno-industrial de la escultura y la artesanía. No son las únicas tensiones que animan su obra: orden y caos, campo y ciudad, mundo orgánico y geometría se debaten en las imágenes que Orozco encuentra o crea a su paso, e invitan al espectador a sumarse a la experiencia. “El hecho de no trabajar con una técnica específica en un estudio fijo”, dice, “me permite enfocar el momento y el lugar en que estoy viviendo, y luego tratar de incorporarlo a la obra.” Y también: “Más que representar mi cultura, mi raza o mi género, trato de generar un espacio vacío que pueda ocupar el que mira y le permita encontrar su propia identidad en la experiencia.” De ahí que las obras hayan intentado a menudo integrar el entorno literalmente, como esa pelota de plastilina construida con su propio peso, Piedra que cede (1992), que Orozco hizo rodar por las calles de las ciudades hasta moldearla con marcas y detritos, curioso autorretrato móvil con ecos de la cultura maya, que es también correlato estético de un recorrido abierto por el mundo, que no impone sino que recibe y cede, ni quiere ocultar los restos y las diferencias sino que los alberga. Contracara rudimentaria de La DS, la pelota grasienta, sucia, porosa, que hace de la labilidad su fortaleza, es su versión auspiciosa del movimiento en la vida de las ciudades: una escultura móvil que se hace en la marcha y es el movimiento.

Una cita de Cortázar copiada junto a una imagen del sistema solar en su primer cuaderno de notas (“buscar era mi signo”, “soy de los que salen de noche sin propósito fijo”) condensa la centralidad del movimiento en su obra que, en sintonía con el cosmos, abunda en esferas, elipses y círculos. Los trayectos fueron gestando un arte desarraigado, que encuentra materiales y formas en moradas transitorias antes que en raíces exclusivas y excluyentes, una invitación a atender a la vibración del presente y una respuesta categórica a los nacionalismos obtusos, los nomadismos banales o la estandarización forzada del mundo globalizado. También una negativa a la auto-indulgencia en el estilo propio.

No hay un estilo Orozco, en realidad, sino una constelación de objetos e imágenes que fuerzan los límites de los medios para que puedan contener el espacio y el tiempo, y albergar la tensión de las contradicciones. Con la misma versatilidad de sus trayectos, el artista vaga de un medio a otro o, más precisamente, deambula entre los medios: fotografías que evitan la fijeza de la composición artística y son un puente con la realidad y documentación de acciones concretas; esculturas que se originan en un accidente; pinturas que avanzan en expansión centrífuga siguiendo el movimiento del caballo de ajedrez. De ahí que la palabra “estela” se repita a menudo en sus cuadernos de notas como un deseo implícito de movimiento y una definición implícita de su arte: “el espacio abierto después de la turbulencia temporal que provoca un vacío para que otros lo crucen”.


No es casual que Orozco sea un lector atento de Borges. Una de las claves de su arte está en las paradojas (un auto inmóvil, un corazón de terracota forjado con las manos, la apariencia orgánica de los materiales industriales), análogos visuales de las oposiciones que disparan los relatos de Borges, abiertos en la tensión irresuelta de las polaridades a múltiples sentidos e interpretaciones. Pocos artistas contemporáneos, de hecho, han alcanzado un equilibrio tan sutil entre atención al mundo sensible, iluminación poética, inteligencia y belleza. De ahí que sus logros hayan abierto caminos a muchos artistas del continente y despertado también preguntas insidiosas sobre su lugar de pertenencia. Los latinoamericanistas o multiculturalistas que ofician a veces de policía migratoria bien podrían recordar que su tradición, como la de Borges, es todo el universo, y que en la estela del elenco variado de sus precursores, desde dadá y los surrealistas a Beuys, Cage, Robert Smithson, los conceptuales brasileros o los constructivistas rusos, el arte de Orozco enseña a mirar y reencanta el mundo entero.


imagen: Gabriel Orozco. La DS. 1993 (gentileza del MoMA)


#EspiralAños90 edición especial de textos críticos sobre los años 90s

editado por Francisco Lemus y Mario Scorzelli

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