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Mariano López Seoane

Mamita querida



A comienzos de diciembre de 2020, como es ya de público conocimiento, una “entrevista” a Marcia Schvartz, de la que curiosamente no conocemos las preguntas, vino a agitar el avispero de un mundo del arte que ya daba por terminado un 2020 somnoliento y sin sobresaltos. En su monólogo fragmentado, en el que repasa como en escorzo su carrera, Schvartz se hace un tiempito para reavivar polémicas que se creían sepultadas. Llama “hijo de puta” a un artista muerto, “repugnante” a una funcionaria cercana a Darío Lopérfido, y despotrica contra lo que ella entiende es la historia oficial de los años 90, empecinada en hacer de la galería del Rojas, y del seleccionado marica que convoca Jorge Gumier Maier, el corazón y la realidad de todo el arte producido en el período. Esas “mostacillas”, también repugnantes, el “kilombo” del “arte light”, opacan todo lo otro que habría sucedido en esos años, y opacan antes que nada a “la pintura”. Schvartz denuncia una suerte de golpe institucional del que habrían participado figuras de la cultura y figuras del mercado, en oscura alianza que se insinúa non sancta: “Ellos coparon ahí, consiguieron que Felgueras pusiera guita, Buccellato, Ruth Benzacar, hicieron la galería y ahí empezó”. Un golpe que se habría prolongado en el tiempo, bajo la forma de reconstrucción sesgada: “Y después todo eso se fue construyendo con los críticos de arte y las nuevas generaciones que no investigan si hubo algo más. Repiten el relato oficial”. Schvartz reactiva una sospecha atávica, que la literatura de izquierda transformó en sentencia: la historia la escriben los que ganan.


La provocación de Schvartz abría un interrogante digno de ser explorado: ¿podemos considerar a Gumier y su armada marica como los ganadores de la década? Que fue inmediatamente desplazado por las alarmas que sus declaraciones provocaron entre las almas bellas de la crítica, especialmente entre las que tienen con los 90s algún tipo de investment personal y profesional. Francisco Lemus decidió hacer una detallada genealogía de la obsesión malsana que habría desarrollado Schvartz hacia Gumier y su entorno. Y sumar rápidamente a la discusión un material de archivo contundente (una entrevista a Gumier, Londaibere, Pombo y Schiliro, realizada en 1993). Mariana Cerviño repuso las “razones profundas” que explican el odio de Schvartz hacia el grupo de artistas del Rojas. Jimena Ferreiro aportó algunas anécdotas preciosas para caracterizar el “dispositivo Marcia Schvartz”, un modelo artístico que juzga obsoleto y peligroso porque “opera a partir de la discriminación y el prejuicio”. A ellos se sumaron otros.


Es evidente: las declaraciones arrabaleras de Schvartz tocaron una o varias fibras sensibles del campo crítico argentino. Enhorabuena. Parafraseando a Lemus, podría decirse que todas y cada una de las respuestas indignadas aportaron algo nuevo, ampliando el objeto de estudio “los años noventa” y confirmando que “conviven distintas perspectivas”.


Todo bien entonces. Solo que todas y cada unas de las respuestas indignadas, con las mejores de las intenciones, parecen estar perdiéndose una dimensión central del conflicto, acaso su mayor tesoro. Las alarmas están evidenciando un malestar, sí; señalando la existencia de una herida aún no cerrada, por supuesto. Pero también, y esto es lo que quiero proponer, están dando cuenta de un dramático déficit de traducción cultural al interior del campo del arte. Porque al igual que en “La carta robada”, es notable que aquello que se nombra, y se subraya una y otra vez, no se pone en juego para decodificar la escena original y resolver el misterio. Me refiero, claro está, a la cultura gay.


Un misterio parcial


A esta altura no es un secreto que la cultura gay le reserva un lugar central, determinante y magnético a la diva. Un rasgo que se ha pensado estudiando vida y obra de lo que Susan Sontag llamó “grandes estilistas del temperamento”, intérpretes legendarias como Joan Crawford y Bette Davis, que en momentos determinados incurren en raptos o pronuncian frases, felizmente capturadas por la técnica, que revelan o iluminan coordenadas más o menos silenciadas del funcionamiento de lo social que interpelan hasta el hueso al homosexual, pero sobre todo al niño homosexual que sigue viviendo en cada una de nosotras.


Esa diva, como se sabe, se ha cimentado como un arquetipo, sobre todo a partir de la reproducción ampliada de ese modelo clásico que operan el pop y el drag hasta nuestros días. El ejemplo más obvio es Madonna, quien explora la mímesis de Marilyn y otras stars antes de precipitar en “Vogue” un homenaje al catálogo de gestos y amaneramientos que el cine del Hollywood de oro le ha regalado a nuestra educación sentimental. Devoción mimética a la que también se entregan las drag queens, siendo que hasta la más moderna tiene en su repertorio la replicación más o menos desviada de su diva de preferencia.


Salvando las distancias, geográficas y de tipo de cambio, en nuestra región puede observarse un fenómeno similar: maricas fascinados, de manera más o menos velada, más o menos reflexiva, con divas de cabotaje como Susana Giménez, Moria Casán o Cristina Fernández de Kirchner, todas mujeres fuertes, que se han encaramado a lo más alto de este culo del mundo por sus propios méritos y esfuerzos, y que ejercen reinados más o menos encantadores, más o menos carismáticos, pero siempre tiránicos.


Pues bien, Marcia Schvartz ocupa precisamente ese lugar en el sistema del arte contemporáneo argentino. Algo más que evidente en las notas alarmadas que se escribieron para impugnarla. “Es la gran pintora nacional”, dice Lemus, enfático. Y continúa su retrato heroico apilando ponderaciones un tanto excesivas, propias de la retórica fairy tale de las biografías de las estrellas: “Lo ha tenido todo, una buena carrera, padres brillantes, herencia, amores, amigues y es admirada por generaciones enteras de estudiantes y profesores de arte. De Ushuaia a La Quiaca es igual o más conocida que Antonio Berni”. La hipérbole fascinada, a la orden del día. Pero el retrato estaría incompleto sin esa pizca de desdén altivo que toda diva debe saber saborear, precisada como “esa libertad que tiene para denostar a todos”. Lemus se espanta: “Desde que inauguró, Marcia se encargó de destilar injurias que dejan mal parados a artistas, historiadores del arte y curadores”. Y recuerda: “He tenido malas experiencias con Marcia. Me prohibió reproducir un retrato bellísimo de Gumier. Otra vez, me cortó el teléfono a los gritos”. Apenas menos melodramática, Jimena Ferreiro identifica en el dispositivo Schvartz una “pedagogía de la crueldad”. Un pasito más y llegamos a Cruella de Schvartz.


Las pinturas de Marcia, por cierto, nos invitan a darlo. “Expuestas a la sinrazón del goce”, nos dice Arturo Carrera. “Expresión de la cautiva locura de mirar”. Y también: “Pinturas de la divina desproporción del rito y del culto ya mezclados, ya unidos”. El amontonamiento de clichés románticos no es responsabilidad exclusiva del poeta. Erizada de oscuridad, la obra de Schvartz pone en escena todos y cada uno de los monstruos que produce el sueño de la razón. Destila una intensidad afectiva que conocemos de la ópera: son las pinturas de la Reina de la Noche.


El physique inquietante de Marcia hace lo suyo para completar esta caracterización. La nariz pronunciada, agresiva, de pájara, partiendo la cara en dos. La mirada intensa, tan honda como desafiante. La peluca desaliñada, peinada para un costado sin rebajarse jamás al peine, los rulos cayendo hasta los hombros. Las gafas de distintos colores. Los gestos y las poses, en las fotos, en los que parece emular los personajes enroscados de Otto Dix. A lo que se suma su prosapia rutilante de princesa progre que “lo ha tenido todo”. Madre historiadora, padre librero y editor, ambos militantes, parte de esa Gauche Divine global y cosmopolita. ¿No le suma a su perfil de diva cruel el título de heredera? Las aguas aquí se dividen. Bette, Joan, Greta… todas vienen de orígenes humildes, y su llegada al estrellato no es sino un modo espectacular, a la vista de todos, del ascenso de clase. Su despotismo tiene por eso mismo algo de revancha social. Es el despotismo que una y otra vez, y sin duda por razones bien fundadas, se le adjudica a Eva Perón. El grado de crueldad necesaria para mandar en una sociedad salvaje, cuando no se ha nacido en posición de mando. La Schvartz no comparte ese derrotero, pero su encumbramiento en el campo del arte le debe haber demandado – los testimonios lo corroboran – el cultivo de ciertas formas sutiles y no tan sutiles de esa misma crueldad. Después de todo, y como dicen sus impugnadoras, no hay muchas mujeres en su posición. Se menciona al pasar a Raquel Forner. Pero ninguna antes que ella había logrado lo que Marcia logró: convertirse en LA pintora nacional en un campo dominado por los hombres. Eso exige “talento”, “maestría”, “visión” y una dosis nada desdeñable de maldad.



Joderse por yiros


Me repito. Lo mismo se decía de Evita. Quien, como se recordará, tenía un vínculo cercano con una marica igualmente legendaria: Paco Jamandreu, modisto y confidente. La Jamandreu escribió unas memorias exaltadas que deberían sumarse al canon barroco de la literatura rioplatense. Y dedicó unas páginas igualmente cautivantes a su vínculo con la Jefa Espiritual de la Nación. Haríamos bien en releerlas. La escena traumática que hoy nos convoca - el destrato de una diva hacia sus groupies maricas - aparece allí relatada una y otra vez. Relatada, nunca denunciada. Porque el tono que prima no es el escándalo ni la impugnación indignada, sino la rememoración extasiada y jocosa. Quien escribe es un varón homosexual, subrayémoslo.


Porque es notable que en el coro de quienes salieron a lamentar los exabruptos de La Schvartz casi no hay varones gays. Hay, en primera fila, mujeres aliadas, que, un poco lost in translation, vienen a rescatarnos del maltrato y la discriminación, ¡de la homofobia! de este personaje violento y arcaico. Y los gays agradecemos esta intervención, claro está. Pero también nos quedamos con la sensación de que el tesoro más secreto de esta escena, en su repetición incombustible, se les escapa. Claro que sí. Porque esta es, como se solía decir, una escena para entendidos. Aquellos que desplegamos nuestra complicidad sin mayores trámites cuando nos cuentan que más allá de los conflictos y los insultos la figura de Marcia Schwarz ejercía una fascinación avasalladora sobre esos jóvenes de los 90s que se dedicaban a pelearla. Una fascinación que en algunos casos se arrimaba al enamoramiento.


Esto no quiere decir que la disputa haya sido mero juego. Y si lo era, era un juego que sus protagonistas se tomaban en serio. Y jugaban a matar. Oscar Wilde, marica eminente, lo había anticipado a fines del siglo XIX: “Todo hombre mata lo que ama”. De modo que sí, estos jóvenes efectivamente se entregaron al matricidio (y al parricidio) en su esfuerzo alegre por salirse del tutelaje creativo e intelectual de los maestros serios, y de la diva soberbia, de la generación anterior. En el camino crearon algo que hasta entonces no había existido para el arte argentino: un ejercicio de autonomía gay que dio luz a una comunidad de cuidados y a un espacio de experimentación que lo transformarían todo.


La novela familiar del arte contemporáneo argentino


Entonces. Ese choque que se da en los 90s, al que volvemos hoy como se vuelve a todas las escenas del trauma, es una representación dramática de la relación ambigua y conflictiva que tienen los homosexuales, y la cultura gay, con las divas encumbradas. Por razones complejas, que este texto breve no podría pretender sintetizar, desde por lo menos la mitad del siglo XX los varones gays de los grandes enclaves urbanos occidentales (y hoy, gracias a internet, también los de los pueblos más recónditos de las innumerables periferias globales) han tejido una trama cultural densa alrededor de la representación cinematográfica de la mujer, en la que conviven en contradicción productiva el charme extremo y la degradación. El resultado es un arquetipo moderno de larga duración que en la cultura gay masculina aparece, sin solución de continuidad, como objeto de admiración, de imitación y de risa. Se admira la terquedad elegante del desafío a la autoridad patriarcal (son mujeres que no tienen dueño). Se imitan los rasgos más teatrales de un glamour que se derrama en despotismo, y los gestos más patéticos de la inevitable caída en desgracia. Que a su vez invitan a la risa, a veces a la burla, de acuerdo con una corrosión cómica de la que nadie sale indemne. Para decirlo clarito: los gays que se ríen de las divas saben que se están riendo ante todo de sí mismos.


Una voluta más. Que este texto ya insinuaba en su título. Estas mujeres alcanzan el cielo gélido del arquetipo solo tras haber atravesado el rol de madres. La Crawford lo hizo en su propia vida, tal como se puede ver en Mommie Dearest, pero también en la pantalla, de modo sobresaliente, en Mildred Pierce, que en la Argentina se conoció con un título menos remilgado: El suplicio de una madre. En ese film, una suerte de melodrama-en-sí, Crawford se desvive por su hija, una joven caprichosa ensimismada en la consecución de su propio placer, que sueña en voz alta con escapar de la mediocridad puritana de su vida familiar. Es difícil para el marica no sintonizar con ese desprecio altivo por las estructuras heterosexuales del parentesco, y por el tedio vital que no cesan de reproducir. Así como es difícil no sentir una simpatía rayana en la pena por esa madre que trabaja de sol a sol para comprarle un vestidito a su hija ingrata. Y que sostiene su amor maternal a pesar de los dardos del desprecio. Se anudan entonces en este drama las ansiedades conflictivas que suele experimentar el niño gay: devoción por la madre y anhelo de un amor maternal a prueba de balas (ejem), que no se extinga al acaecer la confesión, matizado por un inocultable deseo de huida del hogar, y por la certeza inquebrantable de habitar un plano de la existencia más elevado que el de la cotidianeidad doméstica, un cielo de intensidad estética y amaneramiento que tiene mucho de aristocrático.


Es esto mismo lo que se juega en el aparente duelo de vedettes entre Schvartz y Gumier Maier (apellidos propios de femme fatales emigradas a Hollywood desde la Europa Central, un detalle que haría las delicias de Puig). Y esto no puede sorprendernos. El campo del arte contemporáneo, en la Argentina y en el mundo, está relativamente copado por varones homosexuales. Gumier se defendía en los 90s de quienes paranoicamente señalaban la presencia de una agenda gay, y un poder gay. Pero es innegable que el mundo del arte es un mundo en el que los varones homosexuales estamos visiblemente sobrerrepresentados. Pensémoslo un minuto. Comparemos en términos estrictamente demográficos el mundo del fútbol, el mundo de la política, el mundo del derecho, el mundo del periodismo, ¡cualquier mundo!, con el mundo del arte. ¿En cuál de esos mundos es a todas luces evidente la potencia demográfica -vibrante y eléctrica – del varón homosexual? Ni tenemos que responder la pregunta. Sí precisar que acaso esto empieza a ser así, de manera cada vez más decisiva y cada vez más notable, a partir de la década que estamos discutiendo, la década de los 90s. Y por eso no debería sorprender a nadie que sea precisamente en esa década bautismal que los conflictos propios del campo del arte – minado, como cualquier otro campo; estructurado, como nos enseñó Bourdieu, por luchas de poder – se empiecen a tramar en términos de uno de los géneros constitutivos de la cultura gay moderna: el melodrama. Un género definido por su incapacidad para mirar para el otro lado: su nobleza reside, justamente, en negarse a la negación. Exagerando, dramatizando, el melodrama estiliza los conflictos hasta volverlos teatro. Y es así que en la Buenos Aires de los 90s se asiste a un duelo folletinesco: de un lado, la diva altiva y desdeñosa, aterradora y fascinante por su capacidad de demolición verbal; del otro, un grupo de jóvenes rebeldes con causa, secretamente fascinados pero decididos a practicar el matricidio. ¿Qué podía salir mal?


La mayor o menor veracidad de las acusaciones cruzadas no tiene mayor importancia. Perdón: no tiene ninguna importancia. Estamos ante una situación arquetípica, ante un guion cultural que cada uno de los personajes no podía sino interpretar. Y que nos recuerda que cada uno de estos personajes es absolutamente indispensable. Para la pragmática del melodrama, claro está, y para la dramaturgia gay, pero también para el sistema del arte. ¿Alguien querría, de hecho, un sistema del arte en el que no hubiera una Marcia Schvartz, con todo lo que implica su presencia? Su “fuerza”, su “genio”, “lo mucho que se la banca” - todos valores viriles como señala Ferreiro - pero también su talento para el maltrato, el destrato, la agresión y la disminución del otro. Es posible que exista alguien que prefiera un sistema del arte purgado de esos vicios, y de esos afectos. Que sueñe con un campo libre de maldades, y de conflictos. De lo que estoy seguro es de que ningún varón gay daría su voto secreto por esta opción bienintencionada, condenada a la negación. Como se ve en la entronización marica de la Crawford, de Madonna, de Evita o de CFK, si hay algo que admiran los varones homosexuales es el movimiento libre de una mujer con capacidad de encarnar teatralmente el mal; esto es, una mujer capaz de elevarse por encima de los mandatos patriarcales que le enseñan a ser modosa y tranquila, sonriente y amable, “buena”. La Crawford o la Schvartz, en su malevolencia, pero sobre todo en su maledicencia, son en este sentido mujeres emancipadas. Emancipadas de la moral burguesa patriarcal. De manera perversa tal vez, o mejor dicho de un modo que no armoniza fácilmente con el discurso luminoso de los derechos humanos y la liberación. Pues bien, somos muchos los que sentimos que nuestros placeres no pueden ser contenidos en ese discurso. Muchos los que por diversas razones hemos emprendido como camino ético la negación de la negación. Marcia es por eso mismo un personaje clave para el arte argentino contemporáneo. Y, sobre todo, para el arte argentino contemporáneo leído en clave gay.


imágenes:

(1)Faye Dunaway en el papel de Joan Crawford para la película Mommie Dearest (1981) dirigida por Frank Perry. El largometraje está basado en la biografía publicada por Christina Crawford, hija de la actriz

(2) Marcia Schvartz, Autorretrato, 1980.


notas relacionadas:

Obsesión Infernal, Francisco Lemus

El odio al rojas, Mariana Cerviño Pedagogía de la crueldad, Jimena Ferreiro

Rosa archivo, entrevista a Gumier, Londaibere, Pombo y Schiliro



#EspiralAños90 edición especial de textos críticos sobre los años 90s

editado por Francisco Lemus y Mario Scorzelli

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